martes, 5 de febrero de 2013

(2) Hundimientos y revueltas



En el número 8/2011 de «MicroMega», Kalle Lasn, el fundador de la revista canadiense «Adbusters» de la que surgió Occupy Wall Street, confía a Federico Rampini que el objetivo futuro del movimiento es fundar un partido. Tú, al contrario, hablas de irreformabilidad de la política y de los partidos: ¿cómo juzgas la provocación de Lasn?

Las afirmaciones de Kalle Lasn son muy interesantes. Sostiene de forma explícita que Occupy no se irá a la cama con los demócratas. Más aún: «No creo que tenga ningún interés mezclarse con un sistema político corrompido, donde el poder de los grandes grupos capitalistas, el poder de Wall Street, ha penetrado en todos los niveles, en todos los partidos. Yo pienso que del movimiento Occupy surgirá un tercer partido, para liberarnos de la falsa opción entre demócratas y republicanos, que equivale a elegir entre Coca Cola y Pepsi Cola.» Federico Rampini objeta que un tercer partido podría favorecer a los republicanos, como la candidatura del verde Ralph Nader en las presidenciales USA del 2000, las que llevaron a George W. Bush a la Casa Blanca (con daños colaterales inmensos, como la guerra de Irak). Kalle Lasn no elude esa problemática, comprende la comparación, pero da la vuelta al argumento de Rampini al sostener que, antes o después, «los enormes problemas de este planeta, con sus 7.000 millones de habitantes, habrían estallado de todos modos.» Y continúa: «De una u otra forma habríamos pagado las aberraciones de este modelo de desarrollo, habrían aflorado a la superficie las consecuencias de la espantosa corrupción del sistema político americano.» Y para terminar, Lasn lanza una estocada profunda: «Las objeciones que plantea usted son típicas de la izquierda histórica, de la vieja izquierda europea, que tiene una idea tradicional de la política, un modelo vertical basado en líderes y en manifiestos programáticos. La nuestra es la generación de internet, sin líderes, horizontal. El éxito del movimiento dependerá del pulso entre la izquierda vieja y la nueva. Si la nueva se impone, será un salto adelante fantástico. Si vence la vieja izquierda, sucederá lo mismo que sucedió después del sesenta y ocho, la novedad se extinguirá.»
Así pues, la ambición de crear un partido ha de leerse más como una intención de “comparecer”, de adquirir autonomía respecto de la política vigente porque ésta es irreformable («un sistema político corrupto»). En consecuencia es necesario refundar la política por completo y sobre bases distintas, explorando nuevos caminos, o mejor dicho transitando por los senderos tortuosos de las revueltas. Permanece todavía dramáticamente sin resolver el problema de la definición de la meta, pero es previsible que en esta ocasión sea el itinerario mismo el que defina la meta, y no al contrario.


¿Quiere eso decir que existe una incompatibilidad entre esta política y las revueltas?

Hay incompatibilidad con la “política real” porque la fase actual del capitalismo es incompatible con la democracia. Me doy cuenta de que hago una afirmación muy fuerte, pero estoy convencido de que de eso se trata. Las opciones de fondo y el gobierno de los procesos son ya imposibles desde la base de un ejercicio democrático de consenso.
La globalización neoliberal de los inicios, la de los años noventa para entendernos, teorizaba que, al liberar la economía de “trabas y de trampas” por medio de privatizaciones y liberalizaciones, se darían las condiciones en una fase posterior para la mejora de las condiciones de vida de las personas (entendidas éstas como familias y empresas). No ha ocurrido así. Por el contrario, hemos asistido a una continua desestructuración social, al crecimiento de las desigualdades, a un empobrecimiento generalizado. El proceso que ha generado todo esto se ha difundido a escala mundial, por más que las manifestaciones del mismo hayan sido diferentes en las distintas áreas geopolíticas implicadas.
Hoy, el capitalismo financiero globalizado en crisis lleva a cabo una operación simétrica a la puesta en práctica en las fases colonialistas del desarrollo capitalista. Como ya no tiene territorios físicos por ocupar externos a aquel Occidente que en tiempos fue opulento, el capital, para superar la crisis y seguir acumulando riquezas y beneficios, se repliega sobre sí mismo e invade los espacios internos que en el ciclo anterior habían quedado al margen de su poder: el estado social y el ejercicio del poder contractual sobre el trabajo. Se promueve así la desestructuración del sistema de pensiones, la reducción de los salarios, la ausencia de redistribución de la riqueza, la precarización del trabajo. Un trabajo que el capitalismo financiero globalizado tiene la ambición de reducir a mercancía, negando sistemáticamente incluso ese excedente cualitativo que lo convierte en una mercancía singular: la subjetividad de las trabajadoras y los trabajadores. Vuelve a plantearse, como ya hemos apuntado antes, la puesta en discusión sistemática del compromiso dinámico alcanzado en la segunda posguerra mundial entre capital y trabajo. Esta expropiación conduce, no sólo a lo que Marx llamó “subsunción real” (y ya no únicamente formal) de la fuerza productiva del trabajador bajo el dominio del capital, sino a una colonización inédita de la persona humana: todo lo cual representa una amenaza a la civilización y a la humanidad. Utilizo el término colonización por la razón de que no afecta únicamente al trabajo, sino que se extiende a toda la persona humana y también a la naturaleza, me atrevería a decir que se extiende a todo lo vivo. En este nivel nuestro razonamiento se hace más complejo y más comprehensivo: este capitalismo en crisis, para sobrevivir se convierte en omnívoro y no es ya sencillamente incompatible con la democracia y su libre ejercicio; este capitalismo en crisis amenaza ser incompatible con el libre desarrollo de todas las formas de vida.


¿Podrías explicar con más detalle esa tesis sobre la dimensión omnívora del nuevo capitalismo, profundizando en los acontecimientos que están teniendo lugar en el continente europeo?

Hablemos de la Europa real, la de la moneda única y de los parámetros establecidos en Maastricht en 1992. Se trata de una Europa privada de instituciones políticas electivas, que ha aceptado el dogma neoliberal y la financiarización de la economía. Goza de una relativa estabilidad política garantizada por los gobiernos, incluidos los de centro-izquierda, que, sobre todo en los años noventa, decidieron limitarse a administrar lo existente, bajo la filosofía de Maastricht. Aquel fue el tiempo de la globalización ascendente en Europa.
Con la crisis iniciada en 2007, ese edificio intergubernamental ha quedado en evidencia. En la materialidad de la economía real, el desgaste progresivo del modelo anterior ha dado paso a la estructuración progresiva de un nuevo capitalismo que, como hemos visto antes, invade espacios internos que antes habían quedado colocados al margen de la lucha de clases y de la política, y se convierte de ese modo en omnívoro y totalizante. Ese proceso constituyente material en curso tiene la ambición de imponer también un constituyente político-institucional: le resulta necesario abolir determinadas reglas externas y de ejercicio democrático. En la nueva Europa ya no hay lugar para la soberanía popular: el riesgo implícito es el advenimiento de una fase postdemocrática con un gobierno oligárquico. ¿Qué otra cosa es la llamada troika –representada por la Unión europea, el Banco central europeo y el Fondo monetario internacional–, sino ese nuevo gobierno en embrión?
La tendencia oligárquica del gobierno posee una fuerte connotación tecnocrática: la política enmudece, le ha sido sustraída cualquier posibilidad de toma de decisiones. La Europa postdemocrática sólo prevé la homologación de la política a las decisiones adoptadas por la economía. El chantaje implícito en esa tendencia homologadora ha sido bien descrito por el filósofo francés Etienne Balibar con la expresión “o yo o el caos”, siendo ese yo los diktat económicos y sociales de la troika.
La política institucional no dispone de alternativas en su seno. En Grecia y en Italia no se han formado “grandes coaliciones” después de un resultado electoral incierto que no ha dado una mayoría suficiente de gobierno a ninguno de los partidos en presencia; los parlamentos elegidos no se han inclinado por ninguna opción. En Italia y en Grecia la política ha abdicado de su papel y ambos países se han alineado en el proceso constituyente postdemocrático y oligárquico. El gobierno de los técnicos no es un “remiendo” –no es un paréntesis, como llegó a decir Benedetto Croce del fascismo a principios del siglo pasado–, sino un vestido nuevo para una nueva fase del desarrollo capitalista. Si la operación tiene éxito, se formará una nueva sociedad orgánicamente a-democrática y neo-autoritaria.
Y allí donde sí se llama a los ciudadanos a votar, como en el caso de las elecciones políticas en España, se consiente en hacerlo porque desde antes de dar comienzo la campaña electoral está claro, no sólo cuál será la tendencia política que se alzará con la victoria, sino, sobre todo, su nivel de adhesión acrítica a las recetas obligadas de la troika. El Partido Popular de Mariano Rajoy está dentro y no fuera del proceso postdemocrático y oligárquico, puesto que aplicará al pie de la letra los dictámenes de la Unión europea, del Banco central europeo y del Fondo monetario internacional.


Lo que tú describes, ¿es un desenlace inevitable? ¿Pueden las revueltas oponerse a este proceso constituyente neocapitalista y poner un dique, un límite, a esa tendencia?

El límite debe ser en primer lugar político y cultural. Las revueltas lo prueban.
Replicando a distancia al afortunado panfleto del francés Stéphane Hessel, ¡Indignaos!, Pietro Ingrao ha afirmado explícitamente que “indignarse no basta”. Es decir, que al movimiento espontáneo, a la denuncia de la injusticia sufrida, debe seguir la elaboración, la propuesta y la práctica colectiva y organizada. Según Ingrao, es ilusorio que la indignación pueda suplir a la política y, en primer término, a la creación de formas eficaces de acción política. Tal es, por lo demás, el legado que nos ha dejado nuestra mejor historia.
Pero yo pienso que es precisamente la indignación la que marca un límite, un límite cien por cien político, a la tendencia al dominio en la actual realidad, tan distinta de la que vivió Ingrao como protagonista y como maestro nuestro. La indignación es hoy una lectura del mundo y las revueltas representan prácticas políticas múltiples y eficaces.
Ante todo, la palabra “indignación” reclama de forma explícita la asociación con otra palabra fundmental: “dignidad”. La dignidad debe entenderse como límite subjetivo a la explotación, un límite que puede materializarse en el conflicto. La dignidad humana, la dignidad de lo viviente, la dignidad de todas las formas de vida son el límite que este capitalismo omnívoro y totalitario no puede sobrepasar. En la fase en la que nos encontramos, resistir y reconstruir significa ser conflictuales: las revueltas practican el conflicto y pueden proponerse como poder constituyente.Quien se rebela hoy parte de sí mismo y de su propia dignidad negada para construir un futuro nuevo.
La antigua expresión de la revolucionaria alemana Rosa Luxemburg, “socialismo o barbarie”, resulta hoy tan vieja y obsoleta como, paradójicamente, de extraordinaria actualidad. En la base de esa dicotomía se esconde otra todavía más radical, que expresaría con la fórmula “igualdad o barbarie”. La igualdad entre las personas es el anhelo y la finalidad que nace de la indignación de cada vida individual maltratada, herida, anulada. Ser iguales, es decir, poseer la dignidad de vivir y la libertad de vivir: eso sólo es posible a partir de la eliminación de los obstáculos materiales –impuestos hoy con dureza por el capitalismo financiero globalizado–, y en consecuencia de la superación tanto de la alienación como de la explotación del hombre por el hombre. Para cada hombre concreto, para cada mujer concreta, para mí y para el otro, para la humanidad entera.
Las revueltas y los movimientos del 2011 están de hecho empezando a poner en pie el otro poder constituyente, tendencialmente en colisión con el capitalista. La política, la democracia y la izquierda pueden renacer si consiguen captar todas las potencialidades de las revueltas. Estas últimas, a su vez, pueden crecer o caer para más tarde resurgir de otra forma, pero en cualquier caso son la respuesta, incluso en el caso de que en esta ocasión no tengan éxito. Pero pueden tenerlo.
Pueden tenerlo a través de un proceso abierto, supranacional y mundial. Pueden, si hacen de la democracia radical e integral el modo de ser, el signo de identidad de este trayecto. Pueden: hurtando espacios enteros al dominio del mercado para conquistar una sociedad de bienes comunes, del común; desafiando el dominio del mercado, desde dentro, a través de la reconstrucción del conflicto.
Pueden, si se evita también una apología de las revueltas, y se señala por lo menos una de sus eventuales limitaciones a fin de que sea posible trabajar para superarlas todas: el decalaje existente entre los múltiples conflictos presentes, empezando por la separación, todavía tan abrumadora, entre los conflictos laborales, los conflictos por los derechos de la persona y los conflictos para la conservación de la naturaleza. Esta es precisamente la razón por la que resulta imprescindible que las subjetividades de los movimientos se autoorganicen en una constituyente de los movimientos. Esta ocasión es el futuro. 


Traducción de Paco Rodríguez de Lecea

No hay comentarios:

Publicar un comentario