En el
número 8/2011 de «MicroMega», Kalle Lasn, el fundador de la revista canadiense
«Adbusters» de la que surgió Occupy Wall Street, confía a Federico Rampini que
el objetivo futuro del movimiento es fundar un partido. Tú, al
contrario, hablas de irreformabilidad de la política y de los partidos: ¿cómo
juzgas la provocación de Lasn?
Las
afirmaciones de Kalle Lasn son muy interesantes. Sostiene de forma explícita
que Occupy no se irá a la cama con los demócratas. Más aún: «No creo que tenga
ningún interés mezclarse con un sistema político corrompido, donde el poder de
los grandes grupos capitalistas, el poder de Wall Street, ha penetrado en todos
los niveles, en todos los partidos. Yo pienso que del movimiento Occupy surgirá
un tercer partido, para liberarnos de la falsa opción entre demócratas y
republicanos, que equivale a elegir entre Coca Cola y Pepsi Cola.» Federico
Rampini objeta que un tercer partido podría favorecer a los republicanos, como
la candidatura del verde Ralph Nader en las presidenciales USA del 2000, las
que llevaron a George W. Bush a la Casa Blanca (con daños colaterales inmensos, como
la guerra de Irak). Kalle Lasn no elude esa problemática, comprende la
comparación, pero da la vuelta al argumento de Rampini al sostener que, antes o
después, «los enormes problemas de este planeta, con sus 7.000 millones de
habitantes, habrían estallado de todos modos.» Y continúa: «De una u otra forma
habríamos pagado las aberraciones de este modelo de desarrollo, habrían
aflorado a la superficie las consecuencias de la espantosa corrupción del
sistema político americano.» Y para terminar, Lasn lanza una estocada profunda:
«Las objeciones que plantea usted son típicas de la izquierda histórica, de la
vieja izquierda europea, que tiene una idea tradicional de la política, un
modelo vertical basado en líderes y en manifiestos programáticos. La nuestra es
la generación de internet, sin líderes, horizontal. El éxito del movimiento
dependerá del pulso entre la izquierda vieja y la nueva. Si la nueva se impone,
será un salto adelante fantástico. Si vence la vieja izquierda, sucederá lo
mismo que sucedió después del sesenta y ocho, la novedad se extinguirá.»
Así pues, la ambición de crear un partido ha de leerse más como
una intención de “comparecer”, de adquirir autonomía respecto de la política
vigente porque ésta es irreformable («un sistema político corrupto»). En
consecuencia es necesario refundar la política por completo y sobre bases
distintas, explorando nuevos caminos, o mejor dicho transitando por los senderos
tortuosos de las revueltas. Permanece todavía dramáticamente sin resolver el
problema de la definición de la meta, pero es previsible que en esta ocasión
sea el itinerario mismo el que defina la meta, y no al contrario.
¿Quiere
eso decir que existe una incompatibilidad entre esta política y las revueltas?
Hay
incompatibilidad con la “política real” porque la fase actual del capitalismo
es incompatible con la democracia. Me doy cuenta de que hago una afirmación muy
fuerte, pero estoy convencido de que de eso se trata. Las opciones de fondo y
el gobierno de los procesos son ya imposibles desde la base de un ejercicio
democrático de consenso.
La globalización neoliberal de los inicios, la de los años noventa
para entendernos, teorizaba que, al liberar la economía de “trabas y de
trampas” por medio de privatizaciones y liberalizaciones, se darían las
condiciones en una fase posterior para la mejora de las condiciones de vida de
las personas (entendidas éstas como familias y empresas). No ha ocurrido así.
Por el contrario, hemos asistido a una continua desestructuración social, al
crecimiento de las desigualdades, a un empobrecimiento generalizado. El proceso
que ha generado todo esto se ha difundido a escala mundial, por más que las
manifestaciones del mismo hayan sido diferentes en las distintas áreas
geopolíticas implicadas.
Hoy, el capitalismo financiero globalizado en crisis lleva a cabo
una operación simétrica a la puesta en práctica en las fases colonialistas del
desarrollo capitalista. Como ya no tiene territorios físicos por ocupar
externos a aquel Occidente que en tiempos fue opulento, el capital, para
superar la crisis y seguir acumulando riquezas y beneficios, se repliega sobre
sí mismo e invade los espacios internos que en el ciclo anterior habían quedado
al margen de su poder: el estado social y el ejercicio del poder contractual
sobre el trabajo. Se promueve así la desestructuración del sistema de
pensiones, la reducción de los salarios, la ausencia de redistribución de la
riqueza, la precarización del trabajo. Un trabajo que el capitalismo financiero
globalizado tiene la ambición de reducir a mercancía, negando sistemáticamente
incluso ese excedente cualitativo que lo convierte en una mercancía singular:
la subjetividad de las trabajadoras y los trabajadores. Vuelve a plantearse,
como ya hemos apuntado antes, la puesta en discusión sistemática del compromiso
dinámico alcanzado en la segunda posguerra mundial entre capital y trabajo.
Esta expropiación conduce, no sólo a lo que Marx llamó “subsunción real” (y ya
no únicamente formal) de la fuerza productiva del trabajador bajo el dominio
del capital, sino a una colonización inédita de la persona humana: todo lo
cual representa una amenaza a la civilización y a la humanidad. Utilizo el
término colonización por la razón de que no afecta únicamente al trabajo, sino
que se extiende a toda la persona humana y también a la naturaleza, me
atrevería a decir que se extiende a todo lo vivo. En este nivel nuestro razonamiento se
hace más complejo y más comprehensivo: este capitalismo en crisis, para
sobrevivir se convierte en omnívoro y no es ya sencillamente incompatible
con la democracia y su libre ejercicio; este capitalismo en crisis amenaza ser
incompatible con el libre desarrollo de todas las formas de vida.
¿Podrías
explicar con más detalle esa tesis sobre la dimensión omnívora del nuevo
capitalismo, profundizando en los acontecimientos que están teniendo lugar en
el continente europeo?
Hablemos de la Europa real, la de la
moneda única y de los parámetros establecidos en Maastricht en 1992. Se trata
de una Europa privada de instituciones políticas electivas, que ha aceptado el
dogma neoliberal y la financiarización de la economía. Goza de una relativa
estabilidad política garantizada por los gobiernos, incluidos los de
centro-izquierda, que, sobre todo en los años noventa, decidieron limitarse a
administrar lo existente, bajo la filosofía de Maastricht. Aquel fue el tiempo
de la globalización ascendente en Europa.
Con la crisis iniciada en 2007, ese edificio intergubernamental ha
quedado en evidencia. En la materialidad de la economía real, el desgaste
progresivo del modelo anterior ha dado paso a la estructuración progresiva de
un nuevo capitalismo que, como hemos visto antes, invade espacios internos que
antes habían quedado colocados al margen de la lucha de clases y de la
política, y se convierte de ese modo en omnívoro y totalizante. Ese proceso constituyente material en curso tiene la ambición de imponer
también un constituyente
político-institucional: le
resulta necesario abolir determinadas reglas externas y de ejercicio
democrático. En la nueva Europa ya no hay lugar para la soberanía popular: el
riesgo implícito es el advenimiento de una fase postdemocrática con un gobierno
oligárquico. ¿Qué otra cosa es la llamada troika –representada por la Unión europea, el Banco
central europeo y el Fondo monetario internacional–, sino ese nuevo gobierno en
embrión?
La tendencia oligárquica del gobierno posee una fuerte connotación
tecnocrática: la política enmudece, le ha sido sustraída cualquier posibilidad
de toma de decisiones. La
Europa postdemocrática sólo prevé la homologación de la
política a las decisiones adoptadas por la economía. El chantaje implícito en
esa tendencia homologadora ha sido bien descrito por el filósofo francés
Etienne Balibar con la expresión “o yo o el caos”, siendo ese yo los diktat económicos y sociales de la troika.
La política institucional no dispone de alternativas en su seno.
En Grecia y en Italia no se han formado “grandes coaliciones” después de un
resultado electoral incierto que no ha dado una mayoría suficiente de gobierno
a ninguno de los partidos en presencia; los parlamentos elegidos no se han
inclinado por ninguna opción. En Italia y en Grecia la política ha abdicado de
su papel y ambos países se han alineado en el proceso constituyente
postdemocrático y oligárquico. El gobierno de los técnicos no es un “remiendo”
–no es un paréntesis, como llegó a decir Benedetto Croce del fascismo a
principios del siglo pasado–, sino un vestido nuevo para una nueva fase del
desarrollo capitalista. Si la operación tiene éxito, se formará una nueva
sociedad orgánicamente a-democrática y neo-autoritaria.
Y allí donde sí se llama a los ciudadanos a votar, como en el caso
de las elecciones políticas en España, se consiente en hacerlo porque desde
antes de dar comienzo la campaña electoral está claro, no sólo cuál será la
tendencia política que se alzará con la victoria, sino, sobre todo, su nivel de
adhesión acrítica a las recetas obligadas de la troika. El Partido Popular de Mariano Rajoy
está dentro y no fuera del proceso postdemocrático y oligárquico, puesto que
aplicará al pie de la letra los dictámenes de la Unión europea, del Banco
central europeo y del Fondo monetario internacional.
Lo que
tú describes, ¿es un desenlace inevitable? ¿Pueden las revueltas oponerse a
este proceso constituyente neocapitalista y poner un dique, un límite, a esa tendencia?
El límite
debe ser en primer lugar político y cultural. Las revueltas lo prueban.
Replicando a distancia al afortunado panfleto del francés Stéphane
Hessel, ¡Indignaos!, Pietro Ingrao ha afirmado
explícitamente que “indignarse no basta”. Es decir, que al movimiento
espontáneo, a la denuncia de la injusticia sufrida, debe seguir la elaboración,
la propuesta y la práctica colectiva y organizada. Según Ingrao, es ilusorio
que la indignación pueda suplir a la política y, en primer término, a la
creación de formas eficaces de acción política. Tal es, por lo demás, el legado
que nos ha dejado nuestra mejor historia.
Pero yo pienso que es precisamente la indignación la que marca un límite, un límite cien por cien político, a la
tendencia al dominio en la actual realidad, tan distinta de la que vivió Ingrao
como protagonista y como maestro nuestro. La indignación es hoy una lectura del
mundo y las revueltas representan prácticas políticas múltiples y eficaces.
Ante todo, la palabra “indignación” reclama de forma explícita la
asociación con otra palabra fundmental: “dignidad”. La dignidad debe entenderse como límite subjetivo
a la explotación, un límite que puede materializarse en el conflicto. La
dignidad humana, la dignidad de lo viviente, la dignidad de todas las formas de
vida son el límite que este capitalismo
omnívoro y totalitario no puede
sobrepasar. En la fase en la que nos encontramos, resistir y reconstruir
significa ser conflictuales: las revueltas practican el conflicto y pueden
proponerse como poder
constituyente.Quien se rebela hoy parte de sí mismo y de su propia dignidad
negada para construir un futuro nuevo.
La antigua expresión de la revolucionaria alemana Rosa Luxemburg,
“socialismo o barbarie”, resulta hoy tan vieja y obsoleta como,
paradójicamente, de extraordinaria actualidad. En la base de esa dicotomía se
esconde otra todavía más radical, que expresaría con la fórmula “igualdad o
barbarie”. La igualdad entre las personas es el anhelo y la finalidad que nace
de la indignación de cada vida individual maltratada, herida, anulada. Ser
iguales, es decir, poseer la dignidad de vivir y la libertad de vivir: eso sólo
es posible a partir de la eliminación de los obstáculos materiales –impuestos
hoy con dureza por el capitalismo financiero globalizado–, y en consecuencia de
la superación tanto de la alienación como de la explotación del hombre por el
hombre. Para cada hombre concreto, para cada mujer concreta, para mí y para el
otro, para la humanidad entera.
Las revueltas y los movimientos del 2011 están de hecho empezando
a poner en pie el otro poder constituyente, tendencialmente
en colisión con el capitalista. La política, la democracia y la izquierda
pueden renacer si consiguen captar todas las potencialidades de las revueltas.
Estas últimas, a su vez, pueden crecer o caer para más tarde resurgir de otra
forma, pero en cualquier caso son la respuesta, incluso en el caso de que en
esta ocasión no tengan éxito. Pero pueden tenerlo.
Pueden tenerlo a través de un proceso abierto, supranacional y
mundial. Pueden, si hacen de la democracia radical e integral el modo de ser,
el signo de identidad de este trayecto. Pueden: hurtando espacios enteros al
dominio del mercado para conquistar una sociedad de bienes comunes, del común; desafiando el dominio del mercado,
desde dentro, a través de la reconstrucción del conflicto.
Pueden, si se evita también una apología de las revueltas, y se
señala por lo menos una de sus eventuales limitaciones a fin de que sea posible
trabajar para superarlas todas: el decalaje existente entre los múltiples
conflictos presentes, empezando por la separación, todavía tan abrumadora,
entre los conflictos laborales, los conflictos por los derechos de la persona y
los conflictos para la conservación de la naturaleza. Esta es precisamente la
razón por la que resulta imprescindible que las subjetividades de los movimientos
se autoorganicen en una constituyente
de los movimientos. Esta
ocasión es el futuro.
Traducción de Paco Rodríguez de Lecea
Traducción de Paco Rodríguez de Lecea
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